Por la ventana veo dos mujeres ante mi puerta, otro grupo se reparte entre las casas vecinas. Testigos de Jehová, deduzco sin esfuerzo (los mormones, que también suelen venir, son hombres y nunca veo más de dos juntos, acaso optimizan sus recursos, en cambio los Testigos no escatiman, operan en escuadrón). Salgo a atenderlas, gentil, dispuesto a que la charla sea breve, recordando el café humeante. Una de las mujeres me pregunta si dispongo de unos minutos, extiende su mano, la estrecho.
Esa mujer es añosa, pelo blanco, voz suave, ojos claros, mirada confiada. Comienza a hablarme (la otra, más joven, sólo mira y calla). El temario es un clásico: Dios, el mundo, la humanidad, cómo vivimos, qué nos dice la Biblia. Me pregunta si la he leído, le miento que sí (apenas la vida de Jesucristo). Ella declara ser estudiosa del texto, desde hace décadas. Abre el libro, me lee un párrafo escogido, yo la escucho con atenta curiosidad: una lista de espantosas catástrofes que seguro, seguro ocurrirán y la también segura promesa de que el buen Dios nos librará del Mal.
Quiere luego saber si soy creyente, si pienso que el Creador tiene un propósito. En este punto me abstengo de expresar mi negativa. Plantearle mi agnosticismo, confrontarla con la hipótesis de que si en verdad existe y es todopoderoso, de bueno se ve que no tiene mucho, decirle eso a ella sería, si no inútil, una franca descortesía.
Me limito entonces a responder que no consigo adivinar cuál sería ese famoso plan divino, más aún, que la tarea de entenderlo no está ni remotamente a mi alcance. Es una cuestión de fe. La mujer parece pasar por alto mis reparos y prosigue un rato con su prédica. En la despedida da su nombre, Azucena. Me pide que dedique un tiempo a reflexionar sobre lo hablado.
De nuevo en el sillón, pienso: inexplicable es la fe para quien no la siente. Pienso también: privilegiada el alma a la que jamás corroe la duda. Mi café se ha enfriado.