La primera vez que me llevaron por la ruta 2, camino a Mar del
Plata, me llamó la atención un cartel que marcaba cuál era la mitad del camino.
Yo tendría por entonces unos siete años, en cualquier viaje de muchas
horas los chicos solemos hacer a los adultos la clásica pregunta "cuánto
falta", y yo no era la excepción. En esos viajes largos de la infancia muy
pronto todo nos parece lento, demasiado lento, las horas se hacen eternas,
sensación que la chatura infinita de la pampa acrecienta. No obstante, traspasado
el mágico ecuador ya podemos comenzar a calcular lo que resta, el viaje
adquiere un límite: eso nos alegra. Viajamos para llegar.
En la vida nos pasa al revés, cuando sabemos que dejamos atrás la hipotética mitad es raro que nos sintamos mejor - tal vez los muy sabios lo logren - al contrario, algo indefinible empieza a inquietarnos, a corroernos. El tiempo, hasta allí un acompañante callado, reclama atención; nuestro futuro se agota, los años se acortan, se van. Pero lo que nosotros queremos no es llegar, no queremos llegar a ningún lado, sólo seguir, seguir en viaje, siempre.
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"En medio del camino de
la vida..." es la famosa frase inicial de la Divina Comedia. Dante empezó
esa obra poco antes de sus cuarenta y vivió hasta a los cincuenta y seis. Él no
sabía que, en el momento en que creyó que la estaba viviendo, "su
mitad" hacía rato había quedado atrás. Otros contemporáneos suyos fueron
más afortunados, Michelangelo llegó a casi cumplir ochenta y nueve.
(Me desvío: ahora que nombro a Michelangelo, ¿por qué al bueno de Buonarroti se lo suele rebautizar Miguel Ángel, o al severo Bach, Juan, en lugar de Johann, mientras, por ejemplo, un Shakespeare siempre será William, no Guillermo, un Van Gogh, Vincent, jamás Vicente? Que alguien me lo aclare.)
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En estos días se informó que
un congénere nuestro, un homo sapiens, ha alcanzado los cientoveintitrés
años de vida - si los han contado bien. Curioso es que, en esta era de
terapias, transplantes y manipulaciones genéticas de fábula, este hombre singular
deba - si se excluye un milagro - su longevidad extrema no a la ciencia sino a
sus ancestros aymaras y a su condición de humilde campesino, bebedor de agua de
los Andes y mascador de coca.
Yo, que soy un bicho de ciudad, hijo de la urgencia y esclavo del presente tecnológico, seguramente tenga muy poco en común con él; me cuesta imaginar cómo habrán sido, cómo serán sus días, qué ambicionará, cuáles serán sus alegrías y sus penas. ¿Su larguísima existencia lo hará sentirse afortunado o acaso extrañamente maldito?
Su mirada vieja quizá
refleje, como intuye Danixa, la aceptación definitiva de que
nuestra vida pasa y acaba, una aceptación que a nosotros, mucho menos viejos, aun
se nos niega.
Ese tipo de saberes, me temo, nunca nos es concedido antes de tiempo. Pero, si
ustedes me acompañan, prometo volver a hablarles de esto pronto, ni bien cumpla
mis cientoveintitrés.