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Noche en la montaña. Cielo despejado, luna ausente. El ojo desnudo percibe infinidad de estrellas y una gran franja blanca de pura luz, sin puntos distinguibles. Dos de nuestro grupo se ponen a especular sobre la exacta ubicación de los polos sur celeste y terrestre. Discrepan. Yo los escucho mientras observo la Cruz del Sur, el Cinturón de Orión, el Puñal, Alfa Centauro: los límites de mi breve astronomía.
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A la espera de la hora de la cena en el refugio, nuestras caras son la imagen de la plenitud. Y también del agotamiento: el descenso de esa misma tarde - que me probó que bajar es más arduo que subir - superó en exigencia lo imaginado, el calor, el temor de pisar mal y el peso de la mochila se multiplicaron en la pendiente pedregosa, los bastones no encontraban piso firme y algunos músculos ahora me lo están haciendo sentir. La peripecia no me eximió de un par de revolcadas que me dejaron lleno de polvo.
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Al día siguiente iremos caminando hasta el Cajón del río Azul - un cañón de roca con un río de aguas transparentes, azuladas, de belleza extraordinaria - y desde allí al nacimiento del río.
La última tarde nos reserva el camino de regreso a la chacra de Wharton atravesando dos puentecitos colgantes con tablas desclavadas alternando con huecos, para acabar en una interminable subida rompecorazones.
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Si alguna vez me pidieran un consejo para retemplar el alma, no dudaría: entregarse unos días a esta privilegiada geografía de montañas, valles y bosques, en la que hasta los agnósticos sentimos que un dios benevolente nos proteje.