I.
Seguir un sendero angosto al ras de la tierra hasta descubrirlo en un claro, tomar carrera corta, lanzar un potente puntapié que rompa el montículo, la entrada al hormiguero: esto lo ha aprendido el chico mucho antes de saber nada sobre las hormigas.
Porque el primer impulso es jugar al semidiós, un gigante caprichoso que introduce el caos sólo para ver qué pasa, y lo que pasa son miles de bichitos de repente a la intemperie, corriendo sobre un desparramo de terrones derrumbados. En un segundo, el orden de ese mundo se les ha venido encima y el chico entonces se deleita contemplando cómo, pequeña gran maravilla, de a poco esos bichitos se las arreglan para sortear el cataclismo.
Más tarde el mismo chico entenderá mejor ese microcosmos. Sabrá por ejemplo que la hormiga es una criatura social, que se cría como obrera o reina, que algunas reinas pueden vivir décadas - más que su perro o su gato - y que sólo se ocupan de multiplicar los individuos, que a los cientos de miles de individuos de una colonia no hay nadie que los mande y no obstante todos ejecutan un rol preciso - rol que puede cambiar según la circunstancia, que cientos o miles de colonias a su vez pueden estar en contacto y cooperar...
La evolución ha creado una inteligencia que supera al individuo, millones de años antes antes de llegar al homo sapiens. Las diminutas criaturas exhiben su ensamble complejísimo y perfecto, hasta el punto de asociar su miríada de ínfimos cuerpos para funcionar como un único supraorganismo. Millones de cerebros que son uno.
Lo medita un poco, se maravilla y enmudece.
Lo medita un poco, se maravilla y enmudece.
II.
El hombre reflexiona sobre algunos de sus propios mecanismos mentales. Intenta, por ejemplo, recordar el nombre de alguien cuyo rostro se le representa claro en la imaginación. Nada, no hay caso, el nombre no flota en la superficie, está olvidado.
Sin embargo, algún resto del recuerdo permanece visible, él está seguro de que el nombre empieza con la letra hache o quizá con eme, ninguna otra; recrea el sonido aproximado de ese nombre ausente, postula su número de sílabas más probable.
Da inicio así al tozudo procedimiento de estrujarse la conciencia, como moviendo en algunas direcciones elegidas de antemano una linterna en un gran galpón en penumbras, en pos de iluminar la punta de un ovillo que seguro está ahí, invisible y cercano. Agrega más letras, prueba acoplarlas una a una siguiendo el orden del abecedario, ensaya combinaciones para dar con la clave que abra el cofre.
No se sorprende cuando más temprano que tarde el aparente azar del método produce el milagro, la técnica funciona aunque no imagine cómo. El hombre queda al fin con la acostumbrada sensación de admiración y reverencia ante esa magia al alcance de su mano.
Lo medita un poco, se maravilla y enmudece.
Lo medita un poco, se maravilla y enmudece.