lunes, 23 de diciembre de 2013

Cerciorarse

Llueve. Una lluvia breve, intensa, bienvenida, escasa para compensar la hoguera de días recientes o atenuar del todo la de éste. 

Regresa de pronto una frase aprendida hace mucho, el comienzo de un poema: "¿por qué la lluvia nos conmueve tanto?". No sé cómo sigue ni se me antoja buscarlo en google, me quedo con lo que recuerdo, sólo esa frase y el nombre del poeta, Rega Molina. 


Puedo estar equivocado, claro. Ahora que cualquier dato surge al instante de la web, me produce una modesta euforia usar la libertad de no cerciorarme, respetar la vigencia de un recuerdo viejo, incompleto.


Cerciorarse: verbo que se me cruza varias veces en el cuento que estoy leyendo. Se lo escuchaba (el verbo, no el cuento) a menudo a mi madre cuando yo era chico, no lo heredó mi léxico, yo no me cercioro, en cambio me aseguro. 


De pocas cosas en la vida podemos cerciorarnos con éxito. Haber cerrado la llave de gas y con llave la puerta de casa al salir, estar adecuadamente vestidos donde nos vean, portar documentos, tener a mano el celular... fácil.


Cuestiones más fundamentales - lo que sienten otros, cómo nos ven, cuánto nos quieren, hasta cuándo - quedan fuera de la certeza. 


O peor. Son la clase de certezas que pueden mutar, inadvertidamente, en su exacto opuesto. 


Y hacer sufrir. 


En otra época, al menos, de ese sufrir nacían buenos tangos. 


Hoy, ni eso.

martes, 20 de agosto de 2013

Un hombre de cierta edad

La primera vez que me llevaron por la ruta 2, camino a Mar del Plata, me llamó la atención un cartel que marcaba cuál era la mitad del camino. Yo tendría por entonces unos siete años,  en cualquier viaje de muchas horas los chicos solemos hacer a los adultos la clásica pregunta "cuánto falta", y yo no era la excepción. En esos viajes largos de la infancia muy pronto todo nos parece lento, demasiado lento, las horas se hacen eternas, sensación que la chatura infinita de la pampa acrecienta. No obstante, traspasado el mágico ecuador ya podemos comenzar a calcular lo que resta, el viaje adquiere un límite: eso nos alegra. Viajamos para llegar. 

En la vida nos pasa al revés, cuando sabemos que dejamos atrás la hipotética mitad es raro que nos sintamos mejor - tal vez los muy sabios lo logren - al contrario, algo indefinible empieza a inquietarnos, a corroernos. El tiempo, hasta allí un acompañante callado, reclama atención; nuestro futuro se agota, los años se acortan, se van. Pero lo que nosotros queremos no es llegar, no queremos llegar a ningún lado, sólo seguir, seguir en viaje, siempre.

* * *

"En medio del camino de la vida..." es la famosa frase inicial de la Divina Comedia. Dante empezó esa obra poco antes de sus cuarenta y vivió hasta a los cincuenta y seis. Él no sabía que, en el momento en que creyó que la estaba viviendo,  "su mitad" hacía rato había quedado atrás. Otros contemporáneos suyos fueron más afortunados, Michelangelo llegó a casi cumplir ochenta y nueve. 

(Me desvío: ahora que nombro a Michelangelo, ¿por qué al bueno de Buonarroti se lo suele rebautizar Miguel Ángel, o al severo Bach, Juan, en lugar de Johann, mientras, por ejemplo, un Shakespeare siempre será William, no Guillermo, un Van Gogh, Vincent, jamás Vicente? Que alguien me lo aclare.)

* * *

En estos días se informó que un congénere nuestro, un homo sapiens,  ha alcanzado los cientoveintitrés años de vida - si los han contado bien. Curioso es que, en esta era de terapias, transplantes y manipulaciones genéticas de fábula, este hombre singular deba - si se excluye un milagro - su longevidad extrema no a la ciencia sino a sus ancestros aymaras y a su condición de humilde campesino, bebedor de agua de los Andes y mascador de coca. 

Yo, que soy un bicho de ciudad, hijo de la urgencia y esclavo del presente tecnológico, seguramente tenga muy poco en común con él; me cuesta imaginar cómo habrán sido, cómo serán sus días, qué ambicionará, cuáles serán sus alegrías y sus penas. ¿Su larguísima existencia lo hará sentirse afortunado o acaso extrañamente maldito? 
 Su mirada vieja quizá refleje, como intuye Danixa, la aceptación definitiva de que nuestra vida pasa y acaba, una aceptación que a nosotros, mucho menos viejos, aun se nos niega. 

Ese tipo de saberes, me temo, nunca nos es concedido antes de tiempo. Pero, si ustedes me acompañan, prometo volver a hablarles de esto pronto, ni bien cumpla mis cientoveintitrés.

viernes, 17 de mayo de 2013

Salir a matar

I.

Me gusta mirar televisión. Diferentes cosas. Películas. Conciertos. Talk-shows. Carreras (de autos, de motos). Algo de fútbol, algo de tenis. Y series. Series policiales, en especial. Contra lo que pudiera suponerse, no soporto ver escenas de violencia. De violencia cruda y explícita, menos que menos. (A veces ni siquiera necesita ser explícita para causarme rechazo; por ejemplo, la propaganda de "Hannibal", producto derivado del personaje que hiciera famoso en cine Anthony Hopkins, me resulta revulsiva, visceralmente intolerable.)


¿Seré ingenuo, será pasada de moda mi sensibilidad de espectador? ¿Cuánto se habrá corrido, en cincuenta años, el límite de lo que nos muestran y de lo que toleramos ver? ¿Qué consecuencias tendrá ese corrimiento? 

Según cuenta en su libro David Byrne, finalizada la Segunda Guerra los altos mandos militares comprobaron que sólo uno de cada cuatro soldados en el frente había sido capaz de matar, los demás no estaban psicológicamente preparados para hacerlo y no lo hicieron. 

Que un soldado no quiera matar es, desde el punto de vista militar, una verdadera tragedia. Procurando corregirla contrataron a un tal Dave Grossman, psicólogo, para diseñar estrategias de formación más efectivas, entre ellas los juegos de simulación. ¿Resultado? Cito a Byrne: “La eficacia de los soldados entrenados con esas simulaciones se cuadruplicó”. 

Sin embargo fue el propio Grossman quien, tiempo después, alertó contra las consecuencias "civiles" derivadas de su trabajo, los juegos virtuales que recrean la violencia real, afirmando que los videojuegos de guerra enseñan a desarrollar un instinto asesino y a disminuir la inhibición.

Sé que a Grossman lo discuten, que consideran no suficientemente demostradas sus aseveraciones. ¿Serán algún día suficientes las matanzas absurdas en colegios, shoppings o universidades norteamericanas para darlas por válidas?


II.

En cambio, sí disfruto mucho de los policiales en los que la trama y la construcción psicológica de los personajes son más importantes que los crímenes. De las vistas recientemente, me ha entusiasmado "Bron/Broen" (“Puente”, en sueco y en danés), una historia contada en sólo diez capítulos, de 2011 (la segunda temporada, con nueva trama, se anuncia este año). 

Bron/Broen muestra no pocas originalidades, entre ellas el escenario (la frontera, sintetizada en el puente de Oresund que une Suecia con Dinamarca), los diálogos en dos idiomas simultáneos (sueco o danés, según quien hable), el desconcertante hallazgo inicial, el misterioso patrón común a una sucesión de asesinatos muy disímiles, la ausencia tanto de golpes bajos y efectos archiconocidos como de música redundante (casi no hay música), la tensión constante, la contraposición de culturas, los excelentes actores, la llana simpatía de uno de los dos protagonistas, el detective danés, y el desconcertante  comportamiento del otro, la detective sueca, Saga Norén.

Saga Norén padece el síndrome de Asperger - una forma de autismo. ¿Cómo puede un intérprete, acostumbrado a transmitirnos emociones, mostrarnos de modo convincente su opuesto, la ausencia casi completa de emoción? La actriz Sofia Helin lo logra con llamativa naturalidad, y su "no emoción" consigue descolocarnos primero y conmovernos después.




miércoles, 17 de abril de 2013

Azucena y la fe

Media tarde. Me acomodo en el sillón, a punto de tomarme un café recién hecho. Timbre.

Por la ventana veo dos mujeres ante mi puerta, otro grupo se reparte entre las casas vecinas. Testigos de Jehová, deduzco sin esfuerzo (los mormones, que también suelen venir, son hombres y nunca veo más de dos juntos, acaso optimizan sus recursos, en cambio los Testigos no escatiman, operan en escuadrón). Salgo a atenderlas, gentil, dispuesto a que la charla sea breve, recordando el café humeante. Una de las mujeres me pregunta si dispongo de unos minutos, extiende su mano, la estrecho.

Esa mujer es añosa, pelo blanco, voz suave, ojos claros, mirada confiada.  Comienza a hablarme (la otra, más joven, sólo mira y calla).  El temario es un clásico: Dios, el mundo, la humanidad, cómo vivimos, qué nos dice la Biblia.  Me pregunta si la he leído, le miento que sí (apenas la vida de Jesucristo). Ella declara ser estudiosa del texto, desde hace décadas. Abre el libro, me lee un párrafo escogido, yo la escucho con atenta curiosidad:  una lista de espantosas catástrofes que seguro, seguro ocurrirán y la también segura promesa de que el buen Dios nos librará del Mal.

Quiere luego saber si soy creyente, si pienso que el Creador tiene un propósito.  En este punto me abstengo de expresar mi negativa. Plantearle mi agnosticismo, confrontarla con la hipótesis de que si en verdad existe y es todopoderoso, de bueno se ve que no tiene mucho, decirle eso a ella sería, si no inútil, una franca descortesía.

Me limito entonces a responder que no consigo adivinar cuál sería ese famoso plan divino, más aún, que la tarea de entenderlo no está ni remotamente a mi alcance. Es una cuestión de fe. La mujer parece pasar por alto mis reparos y prosigue un rato con su prédica. En la despedida da su nombre, Azucena. Me pide que dedique un tiempo a reflexionar sobre lo hablado.

De nuevo en el sillón, pienso: inexplicable es la fe para quien no la siente. Pienso también: privilegiada el alma a la que jamás corroe la duda. Mi café se ha enfriado.

lunes, 11 de marzo de 2013

Ruidos, electrónica y espejos


Pensaba que los primeros culpables habían sido los motores a explosión, pero WH Hudson me desayuna (si bien él lo escribió hace cien años yo recién lo leo) en sus memorias “Far Away and Long Ago. A Childhood in Argentina.” que ya en la segunda mitad del siglo XIX Buenos Aires era una ciudad con llamativo nivel de ruido, eso gracias a  las ruedas sin suspensión de los carros tirados por caballos y su repiqueteo sobre el empedrado:

"As they were then paved the streets must have been the noisest in the world, on account of the immense numbers of big springless carts in them."

Ese bochinche marcó la percepción del muy joven Hudson, que vivía en el campo y estaba acostumbrado a escuchar sólo pájaros - los pájaros que lo apasionaron toda su vida - vacas, ovejas y caballos y el viento entre los árboles, además de unas pocas voces humanas. 

Ahora, en la esquina de Corrientes y Pellegrini, junto a la cuadra peatonal de Diagonal Norte, hay, además del constante rugir y graznar del tránsito, un dj que administra sonidos electrónicos y procura, quizás, endulzar el oído de los caminantes. Se lo distingue junto a su instrumental visitendo una remera negra, en blanco lleva la inscripción bailen putos. Así lo hemos identificado A., M. y yo cuando hemos hablado de él, el tipo para nosotros es simplemente el bailenputos. (A., con quien no tenía contacto desde hacía varios días, me manda un mensaje de texto con la sola intención de informarme que el tipo ha cambiado de remera, ahora la frase es no se amarguen, estoy sin pareja, o algo por el estilo.)

No sé cómo le estará yendo al fulano con el reconocimiento popular, o cuántas monedas le dejarán los ríos de gente que se entrechocan en la vereda. Por mi parte, su arte o el de los dj como especie se me antoja extraño, será una cuestión generacional o de gustos pero yo no percibo más que un constante chingui chingui que me aletarga,  me haría falta alguna ayuda química o alcohólica para lograr un maridaje que deviniera en sentido, qué se yo, ciertamente no es mi palo, not my cup of tea

Y en cuanto a cómo medir el talento puesto en juego, sea por un Guetta o por un anónimo bailenputos,   me declaro incapaz, no sé si es todo pura máquina de ritmo y grabaciones, ni cuánta es la intervención del ejecutante, si la hay, y en esto comparto el juicio tajante del áspero y recordado Pappo, que no los consideraba colegas, músicos, pares. En fin, habré quedado tirado en la banquina de las modas sonoras, nada demasiado grave. Al menos hasta que un Mozart o Miles Davis del techno me rescate. 

De todas formas el empeño del tipo de Corrientes y Pellegrini sí tiene algo que enternece, más allá de que sea ése su modo personal y original de rebuscarse el sustento en la jungla urbana: intentar armonizar con una banda sonora el caos porteño parece una tarea de cíclope.

* * *

Leo en la novela el principio de una frase: “El espejo le devuelve la imagen…” y me rebelo y le reprocho en la callada voz alta de mi conciencia al autor, cuándo, decime cuándo un espejo, artefacto bobo si los hay, le ha devuelto algo a alguien, al menos los espejos con los que yo me cruzo jamás me han devuelto nada, menos que menos la imagen con aquel despreocupado gesto, ése que tenía yo hace mucho, mucho tiempo. El único gesto que hoy me importaría recuperar.

miércoles, 27 de febrero de 2013

De noches y sueños y bosques

Me despierto a medianoche, habrá sido un ruido exterior o Shinta - el gato - que reclama agua - el malcriado sólo bebe agua que fluya de un grifo, nunca de su bebedero - o que le abran la puerta para escaparse por ahí, la cuestión es que luego de darle al taimado felis silvestris catus su gusto y volver a la cama intento, sin lograrlo durante eternos minutos, conciliar el sueño, y así quedo contemplando lo oscuro, pensando en vacío, derivando, dando vueltas.  

Es por las noches cuando, de tanto en tanto, acuden los temores imaginarios, las certezas tristes de la vida y a veces, muy raras veces, algunas ideas que parecen absolutamente geniales o salvadoras. Es regla que todos ellos, los miedos improbables, las negras certezas y las raras genialidades, se vuelvan invisibles con la luz del día. Huyen de la luz como las cucarachas: ideas-cucaracha, así podría llamarlas, sólo se dejan ver en la oscuridad.  

* * *

La noche anterior había tenido un sueño tan breve como inusual en su carácter, era un sueño de felicidad. Aparecía en él mi querido amigo RR, a quien hace tiempo no veo, contando o mejor dicho personificando a alguien, lo hacía con su enorme y contagioso histrionismo. La anécdota era mínima, pero el hecho es que en el sueño, según recapitulé después, a partir de algo insignificante RR y yo llegábamos a descomponernos de la risa hasta llorar, tanto que cuando desperté tenía la vívida sensación de haber pasado un momento dichoso y casi sentía los músculos de la cara tensados por la reciente risa. ¿Cuántas veces me ha pasado eso, reir en sueños hasta las lágrimas? Lo habitual es no entender y angustiarse, o angustiarse por lo que se cree entender.

* * *

¿Cómo elige la memoria lo que debe guardar? ¿Por qué resurgen, luego de años de olvido, cosas que en su momento no creimos importantes? Algunos recuerdos tienen esa cualidad, regresan a la superficie sin relación con nada, a su antojo. Como partes de una vida ajena. 

Por ejemplo la escena de una mañana de invierno en medio de un bosque muy lejos de aquí. Trotaba y mis zapatillas dejaban su marca en la tierra nevada. Nadie alrededor, sólo yo y el silencio. De pronto, de un codo opuesto del caminito aparece un caballo al galope. Lo monta una mujer joven. Los pobladores de ese país son amables pero parcos, me espero a lo sumo un silencioso cruce de miradas; sin embargo la desconocida, al pasar a mi lado, me dedica una sonrisa y un cálido ¡buen día!, justo antes de quedar detrás de mí y nuevamente oculta por los árboles. El encuentro habrá durado diez segundos, todo quedó olvidado durante años. Hasta hace poco.


* * *

Imagino eso que llamamos alma también como una especie de paisaje. Mi paisaje interior es un bosque, luz atenuada por las hojas de árboles altos, senderos no siempre claros, a menudo circulares o laberínticos. Por momentos me pierdo en ese bosque y no consigo ver más que sombras. 

Afortunadamente tampoco faltan, tras alguna curva ciega, bellos encuentros sorpresivos, cruces fugaces con otros viajeros que aparecen de la nada, saludan, sonríen y siguen. O que deciden gentilmente acompañarnos un trecho. Y es entonces cuando el bosque se ve de otra manera.

* * *

La conciencia de Rob: ¿Y es para decir estas bobadas que volviste al blog, Rob? 

Rob: Bueno, tenía ganas, ¿no alcanza con eso?. Seis meses de ausencia me parecíeron suficientes.

La conciencia de Rob: En fin, como gustes. Pero de mí no esperes elogios.
   
Rob: Gracias, eso lo descontaba. 
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