miércoles, 23 de marzo de 2011

Cosas favoritas

Qué bien cantaba Julie sus cosas favoritas:


Raindrops on roses and whiskers on kittens,
bright copper kettles and warm woolen mittens,
brown paper packages tied up with strings,
these are a few of my favorite things.




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A diferencia de otros chicos de mi edad y de mi ambiente, buena parte de los éxitos del cine americano de mi infancia la pasé, por decisión ajena, de largo. No hubo para mí Novicias, ni Poppins, ni Bambis.


En casa se eludía a conciencia lo que venía de Hollywood, seguro fruto de una antigua militancia política paterna, propia de tiempos en que el mundo se dividía sólo en dos. Consecuencia de esa elección, los productos de Disney no eran bien vistos, en cambio era habitual asistir al cine Cosmos, sala consagrada a lo que venía "del este".


Calidades artísticas aparte, ese cine socialista carecía de los brillos del "otro" cine. Y, más importante para mí, el sesgo estético de mi familia me dejaba más de una vez al margen de la conversación con mis compañeros de colegio, cuando ellos comentaban con entusiasmo las escenas que los habían fascinado en la película de moda.


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De alguna manera, incluso en la madurez seguimos siendo (por aceptación u oposición, consciente o no) el resultado de lo que otros decidieron por nosotros en nuestra infancia.


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"The Sound of Music" es una de las tantas que nunca ví (y aunque lo hiciera ahora, el efecto sería diferente), de modo que uno de sus temas emblemáticos lo haya tenido yo por mucho tiempo sólo como un standard de jazz antes que como una canción de comedia musical.  

Entre mis cosas favoritas, si de música se trata, está la maravillosa relectura del tema que hace Brad.

lunes, 21 de marzo de 2011

No tan lunes

La mañana de este lunes para mí no tan lunes - me halla en pleno plan de ocio voluntario - se presta para una larga caminata hasta el verde de Palermo. La ruta elegida (Callao, Quintana, Figueroa Alcorta) y el clima veraniego del primer día del otoño me ponen de buen ánimo.


Hago abstracción de consideraciones sociopolíticas y coyunturas históricas, y confieso que me siento a gusto en esta parte de la ciudad, me agrada su carácter de sobria elegancia, seguramente detestada por quienes reniegan de las influencias más europeizantes en nuestra cultura. No es éste nuestro espejo exclusivo, pero lo que nos muestra es también una parte verdadera de nuestra compleja mezcla.


La iglesia del Pilar, la bajada de plaza Francia, el puente peatonal hacia la facultad (ahora decorado su vientre curvo con coloridos diseños), la flor de metal, los museos, los colores de los parques, los árboles, las esculturas: muchos son los elementos en ese recorrido que me llenan la vista, reunidos hacen un conjunto que encuentro bello.


Llego al Rosedal y me sumo a los que dan vueltas en torno al lago. En patín, a pie, paseando perros o,  como yo, trotando, todos repetimos el mismo circuito de una milla. No somos una multitud hoy como en el fin de semana, se supone que el común de los mortales no tiene el privilegio de un lunes libre, lo mío es excepcional y por eso mismo lo disfruto mucho más.


Correr, mirar, respirar, transpirar, cansarse... hay raros instantes en que definir la felicidad es tarea muy simple.

jueves, 10 de marzo de 2011

San Pedro

Mientras espero que se descorra el telón, hago memoria de las dos únicas veces que lo ví en vivo: la primera en ese trío de Moretto, a fines de los setenta; luego, cuando integraba el grupo de Metheny, allí él hacía sólo percusión y esos coros tan etéreos de los que Pat supo hacer uso y abuso.

Pasaron más de treinta años, él tiene ya más de cincuenta aunque su aire juvenil lo desmienta. Al artista que ha llegado a ser ya no cabe calificarlo simplemente como bueno o muy bueno: ahora Pedro Aznar es un creador esencial, exquisito.

En este espectáculo está a solas, con diversos instrumentos (guitarras, bajo, teclado, melódica, hasta una despojada caja norteña). Pero, sobre todo, con su voz. El trabajo que hace con esa voz resulta difícil de parangonar. Pasando por alto su afinación perfecta, su total dominio del rango de volumen, uno se maravilla de que logre en cada arreglo algo mucho más raro: diferenciar el carácter de la  composición, hacerla única. Cada canción emociona, conmueve, y a la vez se percibe que su timbre de voz cambia a voluntad según lo que cante. Se podría creer que no hay sólo uno sino varios Pedro, y todos son excelentes. 

Así, cuando recrea algo de los Beatles, oímos a Harrison, o a Paul, o a un quinto Beatle que no conocíamos. Cuando es una zamba del Cuchi, se transforma en la réplica masculina de la Negra Sosa.

(Las versiones en vivo suenan tan impecables que hasta podría dudarse de un truco, la duda queda despejada cuando se separa del micrófono y la voz, sin amplificar, no cambia en nada su calidad expresiva.) 

¿Pero para qué hablarles más de lo que pueden escuchar?



viernes, 4 de marzo de 2011

Mare Balticum


Ya ha dejado atrás un buen trecho - trenes y ferry, más de un día y medio viajando. Ahora está esperando, en la intemperie de la terminal, para subirse a otro ferry que atravesará durante la noche el mar entre Estocolmo y Turku, dejándolo en tierras finlandesas. Su destino final es Tampere, allí lo espera Jorma, el teólogo.

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Es viernes y es noviembre. En la fila para subir a la nave, turistas de diversa procedencia se mezclan con gente del lugar; unos se distinguen de otros, entre otras cosas, por las ropas: jeans y camperas aquéllos, ropa elegante éstos - incluso mujeres con vestidos largos y hombres de traje y corbata. 

El comercio de bebidas alcohólicas en Suecia es monopolio estatal y los impuestos al consumo son considerables, mientras que a bordo el alcohol se vende sin gravamen. Para los suecos, el único sentido de ese breve viaje finisemanal será embriagarse.  Beber non-stop de ida y de vuelta, sin siquiera bajar de la nave, hacerlo tanto como puedan resistir sus castigados hígados. Y los efectos serán visibles a la mañana siguiente cuando en el deck, poco antes de que él descienda, se encuentre a las mismas criaturas nórdicas ayer tan elegantes ahora desalineadas, con el rostro enrojecido y vacilantes, algunas midiendo en un alcoholímetro el tenor espirituoso de su aliento, riendo como tontos, acaso compitiendo entre sí o en pos de un récord personal.

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Afuera hace un frío gélido. Encuentra en una de las salas comunes de descanso una litera desocupada y se recuesta. Durante la noche intentará, en principio, dormir. 

En la litera que está encima de la suya se acomodan dos, una adolescente de pelo rubio casi blanco, sin duda una vikinga, y un joven mochilero de aspecto latino. Ya los ha visto antes en el bar. Hablan en inglés. El muchacho lo hace con un acento que a él no le cuesta identificar como familiar, ajeno por completo al commonwealth: se trata de un porteño, como él.

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En el casi silencio, por fondo el suave ruido del mar, escucha sin dificultad la cálida conversación de la pareja. Recién se están conociendo, es evidente. 

Poco a poco la escena se irá transformando, cuando los dos dejen de hablar con frases enteras porque ya no habrá inglés que les baste. Serán  entonces sólo susurros, luego jadeos, los inquietantes sonidos que él perciba: el lenguaje de dos cuerpos copulando. A ellos parecerá no importarles la poca intimidad del lugar. Él, aun sin quererlo, no podrá evitar oirlos. E imaginar.

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Esa pareja furtiva haciendo el amor en la cama de arriba y sus tribulaciones de testigo semioculto serán, muchos años después, su más nítido recuerdo de una travesía en aguas bálticas en una noche de otoño.
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