En la reunión del grupo de amigos, alguien cita una frase que, parece, él le ha dicho al narrador años ha. Él no la recuerda pero esto no le sorprende demasiado, tan habitual como el olvido es que la memoria registre y conserve cosas aparentemente intrascendentes.
(Por ejemplo, él está casi seguro de ser el único de ese grupo en recordar - incluso lo ve - el momento en que un estrafalario profesor de segundo año pronunció con énfasis cómico el nombre de un personaje histórico, Savonarola. ¿Qué habrá impulsado ese remoto día a su joven cerebro a considerar la particular pronunciación de un nombre como algo digno de ser guardado para toda la vida?)
Un poco más tarde en la misma reunión él evoca un hecho protagonizado por otro de los presentes. Él fue uno de los testigos privilegiados del hecho, sucedido hace tanto tiempo. Rato después, en soledad, salta la duda: ¿qué es lo que en verdad recuerda de ese asunto? ¿Realmente estuvo allí, lo vieron sus ojos o se lo contaron e imaginó todo? Ya no está seguro.
Recordar puede ser maravilloso; no lograr recordar a menudo nos preocupa.
Pero mucho más maravilloso y preocupante es tener recuerdos precisos de cosas que en verdad nunca sucedieron.