martes, 30 de noviembre de 2010

Teloneros

Pocos minutos antes de la hora de inicio anunciada, en el gran teatro no queda un lugar vacío, más de tres mil somos los que aguardamos el comienzo del recital del famoso artista, yo en penúltima fila del segundo pullman. 

En punto se apagan casi todas las luces, se hace silencio y aparece... no, no seamos tan ansiosos, no es todavía la estrella de la noche. Se trata de un músico local, al menos para un mí desconocido, con una guitarra. Hará el papel de soporte, de aperitivo. Telonero, como también los suelen llamar. 

Arranca tocando un samba y cantando en portugués, ambas cosas con profesionalismo y calidad. Hay aplausos. Anuncia luego a un acompañante - es su hermano - y adelanta que interpretarán apenas "un par de temas" más. Un tango instrumental a dos guitarras es lo que sigue. Más aplausos. Tercer tema, una hermosa canción folklórica con aires jazzeados, cantada a dos voces, con largos solos instrumentales. Si, tal vez resulten un poquito extensos esos solos, pero suenan bien. Cálidos aplausos. 

Lo que a continuación sucede, en rápida secuencia, es una pequeña obra de comicidad involuntaria: 

El telón que se va cerrando lentamente, mientras los dos músicos reciben un generoso reconocimiento.

En tanto seguramente disfrutan de su momento, los músicos que se demoran unos segundos sentados aun en sus taburetes. (¿Evalúan tal vez hacer un bis?)

Las dos mitades del telón que, avanzando desde ambos laterales, detienen su cierre justo al llegar a los flancos de los músicos, ocultando el resto del escenario pero pareciendo indicar que el número seguirá. (Sí, entonces habrá un bis.)

De repente, el telón que cobra nueva vida y se cierra sobre ellos con inusual velocidad, haciéndolos desaparecer de la vista de la sala. (No, señores, no habrá ningun bis.)

Algunas risas crueles que se mezclan con el aplauso ya menguante. Alguien ha dictaminado el final de la actuación del dúo. 

Teloneros, eso son, y por cierto en más de un sentido: sobre ellos ha caído, implacable, todo el peso del telón.


(El recital posterior será pura fiesta. De lo mucho excelente que hubo, elijo, en versión algo diferente a la oída esa noche, esta joyita.)


El amor es un gran lazo,
una trampa que te aísla,
un lobo corriendo en circulos
para alimentar a la manada,
comparo su llegada
con la fuga de una isla,
tanto engorda como mata,
hace más cortos los días

El amor es como un rayo,
galopando en desafío,
abre sendas, cubre valles,
revuelve las aguas del río,
quien quiera seguir su rastro
se perderá en el camino,
en la pureza de un limón
o en la soledad de un espino

El amor y la agonía
van consumiendo despacio,
arrancando horas al tiempo
el calor vence al cansancio,
y el corazón de quien ama
se queda faltando un pedazo,
como una luna menguante
que se durmió entre sus brazos

martes, 23 de noviembre de 2010

Pequeña manía reinterpretada

Fuera de casa por unos días, ausente esta vez de mi equipaje la novela de Barnes que había recién empezado, a la hora de dormir busco en biblioteca ajena alguna lectura que me entretenga un rato. Elijo releer Microcosmos, de Claudio Magris. 


Lo abro en cualquier página, Magris soporta sin mengua este arbitrario tratamiento, verdadero maestro que en cada una de sus frases destila elegancia y sabiduría. Así sigo unas páginas por terreno conocido, hasta que me detengo en una anotación que alguien agregó en un margen. 


No es lo que dice esa anotación lo que desvía mi pensamiento: es simplemente el hecho de ver ahí algo que no escribió el autor del libro sino un lector cualquiera lo que me lleva al reflexionar en un rasgo de mi carácter. Una manía, probablemente. 


Desde que, en mis primeros años de vida, antes siquiera de saber leer y cuando de los libros sólo miraba las figuras, una voluntariosa vecina - seguramente horrorizada por algún modo un poco brusco que observaba en la dulce criatura que fui - me enseñó, con firme amabilidad, cómo pasar las páginas una a una sin ajarlas, los libros fueron considerados por mí como objetos de culto, casi sagrados. Debía cuidarlos, evitar a toda costa marcarlos y mucho menos dibujarlos, tal había sido el mensaje entonces. 


La lección evidentemente quedó grabada a fuego en mi cerebrito virgen, y en los años sucesivos jamás subrayé ni escribí comentarios ni firmé (como algunos acostumbran para demostrar la propiedad del ejemplar) los libros que fui poseyendo. Nada de raro habría en esto, millones de lectores hacen lo que yo hago, y otros millones lo contrario, por razones igualmente buenas. Hasta hoy, ése era mi simple razonamiento. 


Pero esta noche, como en una fulguración, al descubrir ese comentario escrito al margen caigo en la cuenta de una razón más profunda de mi conducta modélica. Y esa razón, he de admitirlo, es que me daría verdadero terror que algún contemporáneo - lo que opinen de mí cuando ya no esté en el mundo me tiene sin cuidado -  al toparse con un hipotético comentario, aclaración, duda o pregunta mías anotadas en algún libro, acabe concluyendo con lacónica impiedad: 


Pobre, no entendió nada.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Estados

Como es natural en todo sistema, los estados de armonía se interrumpen, es entonces cuando el cuerpo reclama su protagonismo para recordarnos, con voz apremiante, cuál es el verdadero sustento de nuestros sueños y ambiciones. Así, el foco de nuestra atención pasa en un instante del luminoso mundo exterior al interior oculto, los sentidos se afinan para captar el lenguaje sutil de la biología. Se abre una incierta pausa en la rutina.

No será ésta la primera vez que note que bajo ciertas condiciones muy precisas de malestar físico, no sé si necesariamente asociadas a la fiebre, se me hace del todo imposible escuchar cualquier tipo de  música. Es algo bien diferente a no tener ganas de escucharla. Se produce un fenómeno bastante  particular: ciertas músicas que tengo almacenadas en la memoria, músicas por demás apreciadas, vuelven, pero lo hacen de manera fragmentada y repetitiva y, este es el rasgo esencial, ad nauseam

No es que acudan a la mente diferentes músicas mezcladas, no, en cada oportunidad es sólo  una  - una cualquiera - la que se instala en la semiconciencia y la ocupa por entero. Y de esa única composición musical serán además sólo unos pocos compases los que se repetirán como en una cinta sinfín, como un mantra fuera de control, hasta causar el hartazgo, lo que normalmente no tardará en suceder. 


Alguna vez me ocurrió, lo recuerdo, pasar todo un inolvidable cólico renal repitiendo parte de un standard de Gerry Mulligan, desde ese momento quedo íntimamente asociado "Night Lights" con la dolorosa experiencia; en estos últimos días fue una vieja canción de Claudio Baglioni el involuntario  instrumento del suplicio que me hizo sentir un remoto émulo de Alex en "A Clockwork Orange".

La lectura durante esos días fue una novela policial sueca, otra más de ese origen, de una autora nueva (¿pero cuántos suecos escriben policiales?). Interesante al principio, no resultó luego más que un pasatiempo para acabar cuanto antes, más por tozudez del lector que por mérito literario.

El sábado a la tarde, lluvioso, fue ideal para aletargarse frente al televisor con una tranquila película de trama también policial. Tom Selleck, actor limitado que no obstante me cae simpático (desde los lejanos tiempos en que protagonizaba Magnum), hacía el papel de comisario. Un duro, de pocas palabras, ex-alcohólico en la ficción, no dejaba de causarme asombro la cantidad de whiskies con hielo que a toda hora hacía bajar por su garganta. El mejor personaje de la película fue sin duda un perro, el perro del protagonista, al que lamentablemente las exigencias del guión obligan a sacrificar.

Mientras tanto, el paseo sin plan por algunos blogs ajenos me llevó esta vez a descubrir  lugares tan lejanos y fascinantes como Fanling


Y ahora, tras la mejoría, la rutina y la música ya pueden volver.

 

lunes, 1 de noviembre de 2010

Mulisch y el poder político

De Harry Mulisch, escritor holandés muerto hace un par de días, leí un solo libro.



No recuerdo hoy cómo llegué hasta "El Descubrimiento del Cielo", novela editada en los 90 por Tusquets en tapa dura (¡ah, esas maravillosas encuadernaciones en tapa dura, cada vez más raras!) y de extensión intimidante, más de ochocientas páginas. Sin que alguien me lo recomendara, quiero pensar que guiado por algún secreto olfato, lo que allí encontré fue un tesoro, uno de los libros más extraños y fascinantes que haya tenido el placer de leer. Una novela con hombres y ángeles, lenguaje poético y mirada universal, en la que que se procura reflexionar sobre nuestra esencia y destino desde una concepción de profundo humanismo.

A más de diez años de esa lectura, aun recordaba particularmente un largo párrafo en el que el inolvidable protagonista, Onno Quist, desgrana una hipótesis sobre la naturaleza del poder político. El planteo que allí hace es, por lo menos para mí, inquietante, y aunque su visión pueda resultar incompleta, desde entonces la he tomado muy en cuenta: ejemplos que prueban su acierto, incluso aquí y ahora, me resultarían fáciles de encontrar.

Así hablaba entonces Harry Mulisch, por boca de su personaje Onno:

... Toda la sociedad está empapada como una esponja de toda clase de formas de poder, las relaciones de poder entre hombre y mujer, el poder en la enseñanza, en la vida empresarial, con respecto a los animales; no existe la ausencia de poder en ninguna parte. Pero, ¿qué es el poder político? El poder político consiste en que alguien pueda realizar cosas de las que no tiene conocimiento; que se encuentre en tal posición que pueda decidir sobre el destino de personas que no conoce. A veces incluso sobre asuntos de vida y muerte, y aun a veces después de su propia muerte. Los que carecen de poder ven al poderoso, pero éste no los ve a ellos. 

(...) yo pensaba que el poder político era exclusivamente el poder de la palabra. El que tuviera las mejores ideas y supiera expresarlas mejor era el que tenía más poder. Ahora sé que sólo se trata en tercer lugar de ideas y palabras, y sólo en segundo lugar de quien las pronuncia, de la persona en sí. Hay mucha gente que ya considera eso terriblemente antidemocrático, pero es mucho peor todavía. El poder es el poder de la carne. El poder es puramente físico. Nunca nadie ha osado considerarlo de esa manera. Nadie obtiene poder por lo que dice, su programa político no es más que algo secundario, y tampoco importa quién sea la persona en cuestión; cualquier otro podría aparecer con el mismo programa y no pasaría nada. Uno consigue poder exclusivamente por poseer la constitución física de alquien que obtiene poder. Si este mismo dijera otra cosa, lo contrario, también obtendría poder. 

(...) El poderoso es aquel que obtiene poder porque su físico contiene un secreto por el que los demás dicen: "Sí, éste es nuestro hombre", o mujer, naturalmente. La habilidad es exclusivamente esto: el cuerpo. 

(...) La autoridad es imprescindible porque es el eje de la propia vida. En cualquier célula se ejerce poder, por la molécula del ADN en el núcleo. Allí reside el material genético, que es quien manda. Desde la primera célula viva, vía las comunidades de animales hasta los estados actuales, ha mantenido el poder su naturaleza física, porque sólo así se hace posible. La condición de la corporalidad es poder y la condición del poder es corporalidad. Por ello durante mucho tiempo el poder ha sido hereditario. El primer representante de una dinastía tenía la misma presencia física de poder que Hitler, Stalin, Mussolini, Churchill, Fidel Castro o Napoleón; después bastaba ser carne de su carne. 

(...) Además, todos esos primogénitos se llaman en muchas lenguas líderes "natos". Las guerras fueron durante siglos guerras dinásticas, como sucede con la mafia, donde se trataba de los intereses de las familias reales, por tanto era una cuestión de corporalidad, y sucede exactamente igual con las guerras republicanas cuyo origen está en la corporalidad de los nuevos poderosos. Allí donde desaparecieron las casas reales, la continuidad ya sólo la aseguraron los funcionarios, que proceden de la corte, y que desde Babilonia y el antiguo Egipto no han dejado de existir. Los funcionarios son eternos, sobreviven a los faraones, a los reyes y presidentes, pero no funcionan sin líder; los funcionarios sin dirección son como ropas sin emperador.
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