lunes, 31 de mayo de 2010

Tres galgos en un bar

Antiguo, más que nada vetusto, el bar “Los Galgos” ocupa desde 1930 la esquina de Lavalle y Callao, frente al colegio de los jesuitas. Impertérrito, se opone orgulloso a modas de fast coffee, a clones de aroma-coffeestore-martínez-starbucks, al anzuelo de atractivas camareras que más que servir recitan un papel.



Aquí todo es arquetípicamente porteño: los mozos de chaqueta blanca y rostro impasible, el cajero anciano, el café con gusto a café, la decoración kitsch, el teléfono público que no funciona, algún cuadro alusivo. Salvo un televisor a color, poco nos persuade de que no hemos retrocedido en un instante medio siglo.

El nombre, según leo, remite a la pasión que su fundador, un inmigrante asturiano, tenía por las carreras de perros. Un galgo blanco de cerámica nos mira condescendiente desde arriba del salón.


Y yo, con cierto ánimo redundante, sumo al lugar dos galgos broncíneos, imagen de otros que no se olvidan, para que la lectura de la maravillosa novela de Sara Gallardo se potencie.

domingo, 23 de mayo de 2010

Paseo, hospital, epitafio

I.

El taxi atraviesa el centro a marcha lenta. T. me cuenta cómo era ese mismo barrio en su juventud, unos sesenta años antes: me indica el edificio donde estaba su oficina, el bar Paulista que él frecuentaba, y me señala la esquina de amplio frente que supuestamente inspiró a Fernández Moreno aquello de setenta balcones y ninguna flor (en rápida cuenta compruebo que los balcones reales incluso superan esa cifra). Luego bajamos del taxi y caminamos unas pocas cuadras hasta el hospital.
...
T. aguarda su turno para ser atendido, yo me pierdo observando las fisonomías de la gente. En correspondencia con el lugar, la muestra poblacional tiene evidente sesgo hacia la ancianidad. Quizá sea por eso que me sorprende especialmente esa  mujer en silla de ruedas, una única pierna sin músculo ninguno, se transparenta la pura forma del hueso; sin embargo su rostro, que tiene un franco aire a la cantante mexicana Chavela Vargas, irradia una energía desbordante cuando habla con su acompañante. Me fascina la firmeza de esos ojos que desmienten la mortecina luz de su cuerpo.
...
Los análisis revelan a un parco especialista que T. no ha empeorado.  Las largas internaciones, dos años antes, fueron el punto más bajo. Me represento entonces esas habitaciones austeras, ese encierro que hasta hoy he visto pero no he padecido.
...
Es curioso, John Banville hace decir al protagonista de "The Sea" que prefiere las habitaciones de hospital a las de los hoteles, encuentra a las primeras más humanas, menos impersonales. Siente el personaje que las habitaciones de hotel nos ofrecen todo el confort pero en secreto buscan que nos vayamos de ellas, no intentan retenernos. No sé qué hoteles habrá tenido en mente Banville al escribir tal cosa, pero no me cabe duda que no se figuró la modesta condición de este hospital porteño.


II.

(Leída hace años, me quedó grabada esta frase. Y cada vez que el ánimo decae, es bueno que me la repita).

En sus diarios, el suizo Max Frisch  (1911 - 1991)  consigna su hallazgo, en paseo por Portofino, de una tumba cuya placa de mármol reza:

"Qui la bellezza del mondo sorrise per l'ultima volta a Francesco Pisani. 8.9.1941".

("Aquí la belleza del mundo sonrió por última vez a ...")

Por fin un epitafio - reflexiona Frisch -  que no ofende la vida y la honra; sin la permutación obscena, sin la cobarde glorificación de la muerte.


lunes, 17 de mayo de 2010

Reflexiones en torno a una pizza real y concreta

Acabo de encargar la pizza, ahora resta esperar que anuncien mi número; la vida del humano puede verse también como una concatenación de sucesivas esperas, de la cuna a la tumba. Para llenar el tiempo muerto, la vista se distrae con la pantalla y el fútbol, por encima de comensales que de pie apuran su porción y su bebida. 


Con cierta regularidad van arribando por un pequeño montacargas las pizzas listas, ascendiendo desde un misterioso subsuelo. ¿Cómo será ese subsuelo, esa cocina en las catacumbas donde se prepara mi futura cena? No es el amor del cocinero a su labor lo que me preocupa.

Una inferencia plausible la obtendré unos minutos más tarde, cuando finalmente mi pedido esté en el mostrador. Con franca destreza, el despachante delimita los habituales ocho sectores circulares. Pero al hacerlo, manipula la rueda afilada con tal vehemencia que tres o cuatro aceitunas salen volando y caen al piso. Entonces, con automatizado movimiento, de un recipiente manotea otras y las distribuye en reemplazo de las desaparecidas. En la acción su mano obra con asombrosa rapidez pero, no siendo éste un truco de prestidigitador, en desnuda evidencia queda que ha empleado la misma mano, también desnuda, que antes tocó mango, piolín, caja, mostrador, montacargas y vaya uno a saber qué otras cosas…

Queda flotando en el observador la duda natural sobre el destino final de las aceitunas voladoras, necesariamente recogidas del piso. ¿Qué será de ellas cuando solos queden el pizzero y su conciencia, inalcanzables para la pública indiscreción? Mejor ni imaginar.


(La napolitana estuvo sabrosa, como siempre.)

jueves, 6 de mayo de 2010

Un dolor puro, intenso, brillante

Si a alguien interesa mi opinión de simple humano diré, redondamente, que los artrópodos son un error de la evolución. Sólo su escaso tamaño, excluídas algunas arañas nada pequeñas, me permite mitigar la generalizada repulsión y fobia. Nunca me resultaron simpáticos los bichos y, madre Natura me disculpe, no encuentro en su aspecto belleza ninguna. Si esto no alcanzara para fundamentar mi caso, agregaré: casi todos los bichos pican. Y la picadura duele.

Pero: ¿cuánto duele una picadura?

Por fortuna,  para responderlo está Justin Schmidt. Mr. Schmidt, un arriesgado héroe de nuestro tiempo, compuso un índice de dolor de picaduras, una especie de Richter consagrado a los insectos, y lo llamó con inobjetable lógica "Schmidt sting pain index". Hasta aquí, nada llamativo. Pero cuando se toma nota del método empleado para establecer la escala se calibra la magnitud del logro: el susodicho Schmidt se dejó picar por diversos insectos para comparar, en carne propia, los distintos grados de dolor experimentados.

Así sabemos, por ejemplo, que al inicio de la escala está la abejita común ("sweat bee"), que causa un dolor leve, luego la hormiga de fuego, y así hasta llegar a la "hormiga bala" o paraponera clavata.


En palabras del protagonista, esta bestezuela produce un dolor puro, intenso, brillante. Como caminar sobre brasa ardiente con un clavo oxidado de tres pulgadas incrustado en el talón (la buena noticia es que dura no más de veinticuatro horas).

Actitudes como la de Mr. Schmidt refuerzan mi fe en la humanidad toda.
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