domingo, 23 de mayo de 2010

Paseo, hospital, epitafio

I.

El taxi atraviesa el centro a marcha lenta. T. me cuenta cómo era ese mismo barrio en su juventud, unos sesenta años antes: me indica el edificio donde estaba su oficina, el bar Paulista que él frecuentaba, y me señala la esquina de amplio frente que supuestamente inspiró a Fernández Moreno aquello de setenta balcones y ninguna flor (en rápida cuenta compruebo que los balcones reales incluso superan esa cifra). Luego bajamos del taxi y caminamos unas pocas cuadras hasta el hospital.
...
T. aguarda su turno para ser atendido, yo me pierdo observando las fisonomías de la gente. En correspondencia con el lugar, la muestra poblacional tiene evidente sesgo hacia la ancianidad. Quizá sea por eso que me sorprende especialmente esa  mujer en silla de ruedas, una única pierna sin músculo ninguno, se transparenta la pura forma del hueso; sin embargo su rostro, que tiene un franco aire a la cantante mexicana Chavela Vargas, irradia una energía desbordante cuando habla con su acompañante. Me fascina la firmeza de esos ojos que desmienten la mortecina luz de su cuerpo.
...
Los análisis revelan a un parco especialista que T. no ha empeorado.  Las largas internaciones, dos años antes, fueron el punto más bajo. Me represento entonces esas habitaciones austeras, ese encierro que hasta hoy he visto pero no he padecido.
...
Es curioso, John Banville hace decir al protagonista de "The Sea" que prefiere las habitaciones de hospital a las de los hoteles, encuentra a las primeras más humanas, menos impersonales. Siente el personaje que las habitaciones de hotel nos ofrecen todo el confort pero en secreto buscan que nos vayamos de ellas, no intentan retenernos. No sé qué hoteles habrá tenido en mente Banville al escribir tal cosa, pero no me cabe duda que no se figuró la modesta condición de este hospital porteño.


II.

(Leída hace años, me quedó grabada esta frase. Y cada vez que el ánimo decae, es bueno que me la repita).

En sus diarios, el suizo Max Frisch  (1911 - 1991)  consigna su hallazgo, en paseo por Portofino, de una tumba cuya placa de mármol reza:

"Qui la bellezza del mondo sorrise per l'ultima volta a Francesco Pisani. 8.9.1941".

("Aquí la belleza del mundo sonrió por última vez a ...")

Por fin un epitafio - reflexiona Frisch -  que no ofende la vida y la honra; sin la permutación obscena, sin la cobarde glorificación de la muerte.


lunes, 17 de mayo de 2010

Reflexiones en torno a una pizza real y concreta

Acabo de encargar la pizza, ahora resta esperar que anuncien mi número; la vida del humano puede verse también como una concatenación de sucesivas esperas, de la cuna a la tumba. Para llenar el tiempo muerto, la vista se distrae con la pantalla y el fútbol, por encima de comensales que de pie apuran su porción y su bebida. 


Con cierta regularidad van arribando por un pequeño montacargas las pizzas listas, ascendiendo desde un misterioso subsuelo. ¿Cómo será ese subsuelo, esa cocina en las catacumbas donde se prepara mi futura cena? No es el amor del cocinero a su labor lo que me preocupa.

Una inferencia plausible la obtendré unos minutos más tarde, cuando finalmente mi pedido esté en el mostrador. Con franca destreza, el despachante delimita los habituales ocho sectores circulares. Pero al hacerlo, manipula la rueda afilada con tal vehemencia que tres o cuatro aceitunas salen volando y caen al piso. Entonces, con automatizado movimiento, de un recipiente manotea otras y las distribuye en reemplazo de las desaparecidas. En la acción su mano obra con asombrosa rapidez pero, no siendo éste un truco de prestidigitador, en desnuda evidencia queda que ha empleado la misma mano, también desnuda, que antes tocó mango, piolín, caja, mostrador, montacargas y vaya uno a saber qué otras cosas…

Queda flotando en el observador la duda natural sobre el destino final de las aceitunas voladoras, necesariamente recogidas del piso. ¿Qué será de ellas cuando solos queden el pizzero y su conciencia, inalcanzables para la pública indiscreción? Mejor ni imaginar.


(La napolitana estuvo sabrosa, como siempre.)

jueves, 6 de mayo de 2010

Un dolor puro, intenso, brillante

Si a alguien interesa mi opinión de simple humano diré, redondamente, que los artrópodos son un error de la evolución. Sólo su escaso tamaño, excluídas algunas arañas nada pequeñas, me permite mitigar la generalizada repulsión y fobia. Nunca me resultaron simpáticos los bichos y, madre Natura me disculpe, no encuentro en su aspecto belleza ninguna. Si esto no alcanzara para fundamentar mi caso, agregaré: casi todos los bichos pican. Y la picadura duele.

Pero: ¿cuánto duele una picadura?

Por fortuna,  para responderlo está Justin Schmidt. Mr. Schmidt, un arriesgado héroe de nuestro tiempo, compuso un índice de dolor de picaduras, una especie de Richter consagrado a los insectos, y lo llamó con inobjetable lógica "Schmidt sting pain index". Hasta aquí, nada llamativo. Pero cuando se toma nota del método empleado para establecer la escala se calibra la magnitud del logro: el susodicho Schmidt se dejó picar por diversos insectos para comparar, en carne propia, los distintos grados de dolor experimentados.

Así sabemos, por ejemplo, que al inicio de la escala está la abejita común ("sweat bee"), que causa un dolor leve, luego la hormiga de fuego, y así hasta llegar a la "hormiga bala" o paraponera clavata.


En palabras del protagonista, esta bestezuela produce un dolor puro, intenso, brillante. Como caminar sobre brasa ardiente con un clavo oxidado de tres pulgadas incrustado en el talón (la buena noticia es que dura no más de veinticuatro horas).

Actitudes como la de Mr. Schmidt refuerzan mi fe en la humanidad toda.

jueves, 29 de abril de 2010

Caza menor

Shinta es macho - como la "a" final en su nombre no parece indicar, un nombre japonés puesto por un antiguo novio de M - y está castrado (el gato, no me consta que lo esté el antiguo novio).

Vive afuera y adentro. Adentro sólo come, bebe, ronronea y duerme, es a la intemperie donde gasta su vigilia. Algunas noches ni se digna a entrar, anda por los techos y quién sabe por dónde más.

Hace algunas mañanas, al salir de casa, son cuatro los ojos que me miran sorprendidos, como descubiertos en una situación íntima. Shinta no está solo, lo acompaña una lauchita.

A plena luz el minúsculo roedor no me causa sino pena,  imagino su inmediato destino de presa. Antes de dejarlos solos alcanzo a ver que Shinta lo deja escapar y lo persigue, jugando y sin tocarlo aun. Está seguro de su mortíferas artes de cazador.

domingo, 25 de abril de 2010

Edades

I.

Sólo ha sido necesario durar, llegar hasta aquí: cierto día se empieza a pensar en el término del viaje. Si bien falta aun (en mi estimación más esperanzadora) un buen trecho, la imagen brumosa de una costa ya comienza a vislumbrarse en el horizonte.

Es entonces cuando la sensación de finitud hace nido en el corazón. La atención que la conciencia le preste podrá fluctuar con los días, queda mucho por hacer para distraerla, pero el sentimiento ya no será extraño ni ajeno.

La noción de un yo indefinidamente perdurable quedó circunscripta  a los remotos dominios de la infancia. En mi percepción de entonces, una completa era geológica no hubiese parecido mucho más larga que el tiempo restante de la vida.

Ahora los años se escurren como agua entre las manos, casi no se distingue uno de otro en su acelerada sucesión. Resulta imposible volver a nadar en aquel mar inacabable del principio.

En el camino ha quedado también ese otro infinito, el de las potencialidades del ser. Se hicieron a cada momento elecciones, buenas o malas, se optó por ésto y por fuerza se desechó aquéllo.

De aquellos sueños a esta realidad: ¿cual será el espejo que me muestre quién soy hoy?


II.


"Le tre età dell'uomo". Giorgione (1501)

martes, 20 de abril de 2010

Serendipity

I.

Tenía algo que hacer este fin de semana, terminar una tarea que ya me estaba resultando insoportable, y en lógica consecuencia me apliqué, con plena conciencia, a perder el tiempo. Pero, contra lo esperado, el deber pudo ser honrado en término, y como ganadas pude entonces contabilizar las horas que volaron tras aleatorias búsquedas youtubianas, que me permitieron descubrir un puñado de joyas.

Anouar Brahem, Renaud García Fons, Sylvain Luc, Tigran Hamasyan, Aziza Zadeh son algunos de los hallazgos. Mucha mezcla de jazz + flamenco + árabe + clásico + ... música, ni más ni menos. La clasificación de estilos aquí se vuelve elástica, y el dominio técnico del instrumento, si bien extraordinario en más de un caso, nunca está solo o en primer plano, vale en tanto materializa la expresión de las emociones, las ideas del artista.

De todos "mis" descubrimientos, tal vez sea Dhafer Youssef, intérprete de oud (un antecesor árabe del laud) y descomunal cantante, el que más me haya asombrado. Lo que él hace, mejor escucharlo.



II.

El conocimiento avanza a) por planificación b) por error c) por azar. Igual que la reproducción humana. Manfred Eigen

miércoles, 14 de abril de 2010

Es así, Sara

I.

Pensaba: qué bien nos vendría disponer, como otras criaturas, de la posibilidad de hibernar. Pero no como una respuesta al clima hostil, sino (refinando un poco el mecanismo, ya que podemos soñar) como un sencillo recurso ante lo que no queremos vivir.

Porque hay días en que nuestras mejores intenciones no valen, en los que uno ya anticipa que no aprenderemos ni disfrutaremos nada valioso, que nos aburrirán y pasarán sin pena ni gloria (y no hablo aquí de sufrimientos, que al menos algo siempre nos dejan).

En esos días nos vendría bien una voluntaria desaparición del mundo consciente, no para siempre, sólo una pausa hasta que el sol del espíritu vuelva a asomar.

(Entonces me topo con esto que una mujer muy talentosa, hace cincuenta años, escribió para que yo lo descubriese precisamente hoy. Y que parece responderme.)


II.

Porque los días están amadrinados, llega uno y sabemos que el otro viene, y también el otro, y el otro más, y hay que aguantarse, porque el hombre es un pobrecito que no puede levantar el cuchillo y decir: no quiero más días, sin decir: no quiero más hombre, y arreglar tal vez las cosas metiéndose el cuchillo en la barriga. Porque los días son como una tropa sin fin pasando una tranquera.

"Enero", pág. 67 (Sara Gallardo)
Free counter and web stats