lunes, 10 de agosto de 2009

Tarde de invierno

Domingo de agosto, dos y media de la tarde. Salgo con plan de correr 30 km, parte de mi preparación para octubre, cada vez más próximo.

Un persistente viento me va empujando mientras me alejo de la ciudad. La ruta, casi desierta: perros que a veces ofrecen mansa compañía, esforzados ciclistas, esporádicamente algún auto.

Al trote voy dejando atrás los puntos de referencia del mapa mental acostumbrado: la primera loma, el puente de la circunvalación, el cruce de las vías (donde me detiene unos minutos el lento paso de un tren de carga, quizás el único del día), el cementerio privado, el árbol solitario en la banquina con ese pequeño santuario cuyo propósito ignoro, la prolija tranquera de entrada a una cabaña, las líneas de alta tensión, la segunda loma.

El trayecto atraviesa la vastedad de una pampa seca. Hace tiempo esa aridez me abrumaba, ahora es parte de mi. Aprendí a distinguir los detalles de su aparente monotonía; la familiaridad con escenarios frondosos, verdes, húmedos es hoy recuerdo lejano.

Un poco más allá de la escuelita rural, la alta antena que identifica el kilómetro quince marca mi punto de retorno. Adiós al avance fácil: el viento abandona su papel de aliado y se vuelve tenaz obstáculo. Mis piernas resisten, para mi satisfacción y sorpresa todavía un buen trecho, el ascenso de las cuestas. Luego el milagro acaba, la energía desaparece; sin reservas para mayor empresa, no me queda más que respirar hondo y caminar.

Una mujer detiene su pedaleo al pasar junto a mí. Sin preámbulo me pregunta cuánto he recorrido. Cruzamos pocas frases; satisfecha su curiosidad, prosigue. No encuentro a casi nadie más hasta la entrada del parque, muy cerca de casa.

En mi imaginación del momento, de la felicidad máxima sólo me separan la inmovilidad y una taza de café.

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